ADIÓS O HASTA LUEGO...!

Haber sido vicepresidenta del Centro Cultural “Cristina De Fercey” fue un orgullo. Este Centro viajó por el mundo llamando a concursos literarios que, convocando a hablar de diversos temas, prendían el interés de escritores de todos los países y así el Centro seducía y se alimentaba.
Se llama “Cristina De Fercey”, pero su espíritu inquieto navegó asido al timón de la entusiasta y emprendedora Patricia Heredia. Yo me dejé llevar por esas aguas que surcaba confiada y feliz, porque todo partía y se realizaba en base a la concepción imaginativa y certera de Patricia.
No estoy segura de que concluya con su cometido, pero si así es, cumplió con la hermosa y plausible tarea de propagar cultura y amistad con cuidadosa integridad, cosechando lauros nada más.
Ojalá que esta meritoria entidad siga con su actividad, porque lo bueno debe seguir para el bien de todos.
Con inmenso cariño
Irma Trotta de Basciano

martes, 6 de julio de 2010

2º PREMIO CUENTO


EL ÚNICO JUGUETE

Adela, era una apreciada profesora, en una Universidad prestigiosa, de Buenos Aires. Hacía muchos años que vivía sola. Sin familia y con pocos amigos. Su personalidad introvertida, la aislaba del bullicio y de los problemas ajenos.
Una mañana, encontró una carta en su buzón; la letra era desconocida, pero la dirección del remitente, con el nombre del pueblo, donde había nacido y vivido hasta su adolescencia, la hizo sacudir de recuerdos. Luego de leerla varias veces, y apretujarla en sus manos hasta romperla, decidió ir, después de tantos años de ausencia, partió en el tren de madrugada.
Sentada en el rígido banco, del vagón del medio, miró el paisaje en silencio durante horas, y luego extrajo su diario íntimo y empezó a escribir algunos pensamientos;
“Campanas, sólo campanas, perseguidas por alucinantes sonidos, con sellos de nostalgias, campanas que hacen estallar de pánico mi corazón” - subrayaba Adela - mientras apretaba con fuerza, su dentadura de mujer sufrida.
Esta vez, eran las campanas del andén. Como todos los pasillos del ferrocarril en su zona, era amplio y ventoso, con veredas de piedras amontonadas.Empotrado a lo lejos, se divisaba el cartel con letras negras y blancas, que indicaba el nombre del pueblo.
El guardia, atrapado en un traje azul, con una gorra estaqueada a su cabeza canosa, demolía obligado, con una soga gruesa, la hermosa campana que se ahorcaba de un tirante del techo, por encima del bebedero.
Descendió cabizbaja, y permaneció hasta el anochecer en su casa paterna. Justo, para tomar el tren de vuelta, hacia la ciudad donde vivía. La visita al pueblo, fue casi obligada por un pariente, que tenía en su poder, la herencia que le habían dejado sus padres.
Adela apresuró su paso, a causa del silbato de la oxidada locomotora, aún imponente y soberbia.
Tan sólo dos escalones, y el llamado de la campana, para sentarse en el primer vagón, no cambiarían su vida arcaica. Pero estaba acostumbrada a huir, fue instruida para escapar y adiestrada para escabullirse del destino.
Esperaba que no la conocieran. Ajustó su sombrero de pana, inclinó la cabeza encanecida y miró de soslayo a todos los que la rodeaban.
El tren, se deslizaba con un traqueteo salvaje, entre las solitarias vías de parajes y pequeños pueblos, que parecían dormidos por sus veinte años de ausencia.
Su único equipaje era una cartera demasiado grande para su débil cuerpo, pero necesaria para llevar medicamentos, su diario íntimo y la inseparable foto en blanco y negro, de cuando tenía cinco años, sentada en una silla de paja y abrazada a una gallinita matizada, su único juguete. Su entrañable juguete, desaparecido en una navidad sin nueces, sin moños dorados, una navidad silenciosa e indigesta.
Después de saturarse la vista, con el idéntico paisaje inactivo, de la sucia y atascada ventanilla del tren, Adela recordó la herencia.
Era una pequeña caja, envuelta en papel de diarios y atada con un rústico hilo de algodón.La sostuvo en sus rodillas y cortó el endeble hilo.Cuando comenzó a leer el pliego amarillento con letras desiguales, y errores ortográficos, se dio cuenta de que era la letra de su madre.
Mientras rodaban lágrimas en su maduro rostro, y las miradas de los desconocidos pasajeros la escudriñaban, Adela, leía el desgarrante recuerdo de esa navidad de hambre y llanto, envuelta en matizadas y pequeñas plumas;

“Perdona hija, tus hermanitos tenían hambre, pero te guardé las alas”
Mamá

GRACIELA FERREYRA (PERGAMINO)

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